Los relatos aquí recogidos pertenecen a una serie de cuentos que, con este mismo título (La Calle de Atrás) se fueron publicando, mes a mes, durante tres años (desde febrero de 1990 a febrero de 1993), en el "Casas Ibáñez Informativo".
Esta serie fue la base de mi novela Cuando una gallina valía dos duros (que ganó el premio de narrativa Alhóndiga en 2012), aunque en ella ubiqué los hechos en el pueblo turolense de Pitarque. Fue publicada por la Editorial Denes en su colección “Calabria”.
Los recupero ahora con su redacción y su ubicación originales: El Casas Ibáñez de los años sesenta, en el que transcurrió mi infancia.
(La novela puede comprase en Todocolección)
Creíamos que el colegio estaba lejos de casa, pero no lo estaba. Para llegar a él teníamos que andar lo que entonces nos parecía una eternidad: unos quince minutos que a veces se convertían en casi media hora. Tenía una puerta grande y gris a la que se accedía subiendo un escalón, en el que resultaba casi inevitable tropezar. Las señales de sangre en las rodillas formaban parte del uniforme (un babero a rayas blancas y azules), del mismo modo que nuestra cartera de cuero verde o el cabás de las chicas.
Por dentro el colegio era más oscuro de lo que podía suponerse al ver sus amplios ventanales, en los que la madera se comía los cristales. Las aulas eran espaciosas y los pupitres parecían perdidos sobre las baldosas gastadas, pegados unos a otros...
Es curioso como en las tardes de Otoño, cuando el viento y los primeros fríos empujan a guarecerse en casa, y el peso de los años en los recuerdos, el que con más nitidez me llega desde aquellos tiempos no sea el de mi madre ni el de mis abuelos, ni tan siquiera el de mi tío Manolo, que me enseñaba trucos de magia, me entrenaba para ser portero de fútbol y me dejaba encasquetarme su gorro caqui de soldado cuando, siéndolo, venía a casa de permiso...
Curioso es que, más que a ninguno de ellos...
Supongo que fue el asfalto de las calles, o la llegada del primer televisor, lo que acabó con las “luchas”, con esa despiadada forma de jugar que nos llevaba a agruparnos en pandillas y pelear, unos contra otros, a pedradas… Visto con la distancia que, en el tiempo, me separa de la Calle de Atrás, se me ocurre pensar que aquello era jugar a vivir, lo mismo que las tómbolas que hacíamos para rifar nuestros tebeos, los circos que imitábamos o cualquier otro de los juegos que inventáramos y que, con el paso del tiempo, ha terminado por perderse.
La casa de mis abuelos, en la Calle de Atrás...