Creíamos que el colegio estaba lejos de casa, pero no lo estaba. Para llegar a él teníamos que andar lo que entonces nos parecía una eternidad: unos quince minutos que a veces se convertían en casi media hora. Tenía una puerta grande y gris a la que se accedía subiendo un escalón, en el que resultaba casi inevitable tropezar. Las señales de sangre en las rodillas formaban parte del uniforme (un babero a rayas blancas y azules), del mismo modo que nuestra cartera de cuero verde o el cabás de las chicas.
Por dentro el colegio era más oscuro de lo que podía suponerse al ver sus amplios ventanales, en los que la madera se comía los cristales. Las aulas eran espaciosas y los pupitres parecían perdidos sobre las baldosas gastadas, pegados unos a otros en dos filas paralelas: la de los chicos y la de las chicas, separadas por un pasillo. Las ventanas daban a un patio de cemento sin más vida que la de una frondosa morera que, plantada en el centro, se convertía en nuestro castillo al menor descuido de las monjas.
Allí me enamoré por primera vez, cuando alcancé la edad para hacerlo: un par de meses antes de cumplir ocho años.
Fue un día en el que llovía como sólo llueve cuando se es niño.
Llegué tarde al colegio y, desde el vestíbulo, empujé temeroso la puerta del aula, donde ya había comenzado la lección. Llevaba el abrigo empapado y los pies me chapoteaban dentro de las botas de agua. Todos se callaron de golpe (aunque en voz más baja, siguieron hablando a la vez que la monja explicaba la gramática), y varias decenas de pares de ojos se clavaron en mí. Me sentí perdido. Pasé el resto de la mañana en pie, castigado en un rincón, de cara a la pared y sin recreo.
Cuando el runrún de las voces se hizo tan monótono que se confundía con el crepitar de los leños en la estufa, me atreví a girar la cabeza. Con más o menos perseverancia todos miraban la pizarra negra cuarteada, en la que la monja explicaba los tiempos del verbo, apoyándose en los dibujos lineales de un niño que iba a comer, comía y había comido, según podía apreciarse en la uva que sujetaba en la mano con todos, algunos o ninguno de sus granos.
Todos miraban, menos ella, que tenía sus ojos grises clavados en mí.
Cuando, gritando y corriendo, los demás marcharon al patio en la hora del recreo, olvidándose de mí, ella se quedó en su pupitre hasta que la hermana hubo salido. Entonces se me acercó y me tendió la mano con una manzana. Me dijo “ten” y yo entendí “te quiero”. Tomé la fruta y le dije “gracias”, como si le dijera “yo también te quiero”. Me sonrió y corrió hacia el patio.
Me comí la manzana sin que ya me importaran la soledad o el castigo.
Tenía el pelo corto y no era como las demás. Ella no gritaba a la salida de clase, siempre iba bien peinada, con el uniforme como recién planchado; sonreía cuando estaba con las amigas; pero no se reía a carcajadas, ni se peleaba, ni discutía acaloradamente. Yo admiraba en ella todos esos detalles y me pasaba las clases mirándola a hurtadillas, repasando con los ojos el contorno de su rostro y soñando aventuras en las que la salvaba de las garras de un león o de los musculosos brazos de un corsario… Si nuestras miradas se cruzaban, ella enrojecía y, tal vez, soñaba que yo montaba un majestuoso caballo blanco y la llevaba a un lejano país donde ella era la reina y yo el rey.
Después de un par de días sin venir a clase, su compañera de pupitre me trajo una carta suya, una hoja arrancada del cuaderno en la que me contaba que estaba enferma y que podía ir a visitarla.
Fui esa misma tarde.
Fuimos. Porque no me atreví a hacerlo solo y vinieron conmigo su amiga mensajera y Abdón, mi amigo Abdón, el único que tiene nombre en esta historia.
Mi madre me obligó a lavarme como si fuera sábado. Me peinó con brillantina y compró un tebeo para que se lo llevara de regalo. Su madre nos preparó la merienda a los cuatro. No fue la única vez y supuso el germen de la que terminaría siendo nuestra primera pandilla. Poco a poco se acabaron el saltar a la comba o simular luchas de espadas; empezamos a jugar a las prendas, con los juegos reunidos, a adivinar películas o ir juntos al cine la tarde del domingo y sentarnos todos en la primera fila; ella y yo, a veces, cogidos de la mano, con las mejillas ardiendo de rubor e incapaces de mirarnos a los ojos.
Cuando acabó el curso y llegó el verano, podíamos salir después de cenar. Nos reuníamos con otros chicos del barrio y, mientras los padres tomaban el fresco, haciendo tertulia en improvisados corros delante de las casas, nosotros corríamos, saltábamos, nos pillábamos o jugábamos a escondernos, a veces tan lejos del pueblo que llegábamos a las huertas cercanas, donde olía a tierra mojada y a tomatera, donde se escuchaba el cricrí de los grillos y el croar de las ranas, donde se podía hacer un barquito con la lanceolada hoja de una caña y verlo marchar por la acequia, imaginando que se iba al mar.
La besé allí una noche de luna nueva en que brillaban más que nunca las estrellas.
La besé como si me fuera a marchar para siempre en el barco de caña que acabábamos de botar. Fue un leve roce de mis labios con sus labios, pero esa noche no pude dormir y, durante mucho tiempo, si lo recordaba, el corazón me latía más deprisa, como si se me quisiera salir del pecho.
Cuando empezó el nuevo curso yo ya no volví al colegio de las monjas. Solo algunas tardes para esperarla, con Abdón y otros amigos de la pandilla.
Nunca más he subido el escalón en el que tantas veces tropecé. Nunca he vuelto a entrar por su puerta grande y gris; pero imagino que por dentro seguirá siendo más oscuro de lo que pueda suponerse al ver sus amplios ventanales, en los que la madera se come los cristales; que las aulas continuarán siendo espaciosas y los pupitres, en dos filas paralelas, parecerán perdidos sobre las baldosas gastadas, pegados unos a otros... y vacíos.
Este relato, publicado en la antología Tejer sin hilo, es una versión del que formó parte de La Calle de Atrás, con el título de PRIMER AMOR.