Recuerdo la primera vez que ocurrió: llovía, era viernes y aún no había amanecido del todo.
Yo tenía mucho miedo a la noche desde pequeño. Temía al vampiro… No, no al conde Drácula o a alguno de sus secuaces, sino a aquel otro alto, rubio, con apellido extranjero, del que hablaban los periódicos y que mataba a mujeres. Yo lo había visto y por eso le temía: si se enteraba, a mí también habría de cortarme el cuello.
Lo cogió la policía, pero siempre me quedó el miedo, la duda de que se hubieran equivocado, porque yo no lo...
Cuando en aquella pequeña localidad extremeña amanecía, no se podían imaginar los acontecimientos que ocurrirían bajo ese mismo sol que se veía aparecer rojizo por el horizonte y entre jirones de niebla; no podían sospecharse los hechos que habrían de cambiar trágicamente la vida de algunas familias…
Lo único que podía pensar aquel hombre a esas horas de la mañana y bajo aquel pesado frío era la más inverosímil serie de maldiciones contra aquellos visitantes de la capital que, sin nada que hacer por la mañana, se pasaban la noche de juerga, sin dejarle...
No supo por qué, pero aquel extraño compañero de viaje le hizo pensar en los vampiros… El rostro pálido y alargado, la nariz perfilada, los labios finos y blancos…
Tan sólo unos días antes había visto una de esas películas en las que los no-muertos se beben la sangre de sus víctimas… El médico le había pedido que no se sobresaltara… ¡Claro que una película no era nada importante!, tan sólo la manera de pasar un rato agradable, aunque fuese sufriendo o jugando a sufrir. Pero al verlo se acordó…
Había más gente dentro del autobús. Poca más...