Recuerdo la primera vez que ocurrió: llovía, era viernes y aún no había amanecido del todo.
Yo tenía mucho miedo a la noche desde pequeño. Temía al vampiro… No, no al conde Drácula o a alguno de sus secuaces, sino a aquel otro alto, rubio, con apellido extranjero, del que hablaban los periódicos y que mataba a mujeres. Yo lo había visto y por eso le temía: si se enteraba, a mí también habría de cortarme el cuello.
Lo cogió la policía, pero siempre me quedó el miedo, la duda de que se hubieran equivocado, porque yo no lo había visto rubio ni alto, sino todo lo contrario.
Luego, cuando crecí, perdí ese temor y, sin embargo, me quedó el miedo a la noche; quizá, más que a ser víctima, a presenciar otro crimen como aquél, otro cuerpo mutilado, desgarrado, ensangrentado, como el de aquella joven pelirroja. Cuando la vi caer al suelo, yo me quedé espantado, viendo correr al asesino; me asusté de aquellos ojos desorbitados y de aquella boca torcida en una mueca de dolor de la que salía el último resuello, el último aliento. Once años tenía yo entonces.
Aquel amanecer, aquel viernes en que llovía, vi la primera muñeca, la primera cabeza de muñeca.
Recuerdo que estaba en el barro de un charco, con los pelos de punta y los ojos abiertos. Me impresionó tanto que estuve enfermo y angustiado todo el día. Un psiquiatra –o psicólogo- me hubiera dicho que lo relacionaba, inconscientemente, con la mueca de dolor y aquel agonizar que presencié en la infancia, pero yo no lo sabía, aunque no dejé de pensar que la muñeca había sido decapitada, que alguien le había cortado la cabeza para torturarla.
Tres días después, el lunes, pisé la segunda cabeza al bajar del autobús.
Me dieron náuseas al sentirla blanda bajo mis pies y me saltó el corazón al ver cómo, de su cuello vacío, salía un chorro de agua. Los ojos le crujieron bajo el peso de mi zapato.
–Alguien la debió tirar anoche –dijo un empleado de la estación, apresurándose a recogerla cuando vio la impresión que me había causado–. En este país no se tiene cuidado con nada… ¡Como si no hubiera contenedores de basura!
Y se marchó cojeando, sujetando la cabeza por el pelo, hacia uno de ellos. Quedó con los cabellos de punta y sobresalían por el borde de la papelera. Yo estaba paralizado, no podía apartar los ojos de aquellos pelos rojizos: era una muñeca pelirroja.
Habían pasado casi dos semanas, pero no lograba olvidarlo. Relacionaba los dos encuentros y llegué a pensar que el asesino, el verdadero sádico, el vampiro -como decían los periódicos- había decidido vengarse.
Reconozco que era absurdo. ¡Habían pasado tantos años! Sin embargo, cada mañana, cada amanecer, cuando partía para el trabajo y caminaba por las calles, aún ensombrecidas, bajo la lluvia incesante de aquel frío invierno, miraba aterrado tras cada esquina, se me encogía el corazón ante cada puerta y me sobresaltaba al divisar algún objeto sobre el agua o el barro de los charcos.
Y hubo otra mañana -viernes, como la primera-, en la que al volver a casa, ya con el cielo despejado y el débil sol en lo alto, vi la tercera: estaba sobre el escalón del portal y alguien le había sacado los ojos.
Recuerdo que grité. La vecina de casa, que estaba junto a la puerta, me había sujetado para que no cayese al suelo.
–¿Se encuentra bien? –me preguntó.
Luego, al sentir el vacío que precede al desmayo, sólo pude escuchar su voz, cada vez más tenue, que -en mi interior- se convertía en carcajadas.
Desperté en el hospital.
Mi tía estaba junto a la cama y se alegró mucho de que volviese en mí. ¡Qué susto habían pasado! Hasta los niños estaban esperando noticias mías y deseaban verme. Vendrían a la hora de las visitas. Todos menos Pedro.
–¿Por qué?
–Está castigado por romper las muñecas.
Y me contó, sin fijarse en que aún estaba mareado, que Pedro, el revoltoso, se había dedicado a decapitar las muñecas de su hermana. Precisamente esa mañana, en el escalón del portal, había aparecido una de ellas.
–Él, naturalmente –me explicaba–, niega que lo haya hecho; pero a ver a quién se le ocurriría una cosa así. ¡Con tal de fastidiarla!
A mí no me resultaba tan claro que Pedro hubiese decapitado las muñecas de su hermana. Pero tanto temía que no dije nada.
El médico aseguró que había sufrido un síncope por debilidad. Me mandó vitaminas y me recomendó reposar unos días. Veinticuatro horas después de ingresar salí del hospital.
La primera visita que tuve en casa fue la de la vecina. Ahora recuerdo que se llamaba María José y era muy joven. Vino a verme por compromiso; quizá porque ella me había cogido, evitando que me cayese al suelo. Entonces recordé las carcajadas y vi que, más allá de aquella mañana, más allá de los buenos días del ascensor, la había encontrado siempre presente en mi vida, al menos desde las últimas semanas, desde unos días antes de que apareciera la primera cabeza.
Sí, era ella, aunque yo no la hubiera reconocido hasta ese momento. Estaba en la cafetería, en los grandes almacenes, en la tienda de libros, en la calle, cuando salía del trabajo, cuando paseaba, cuando iba al cine…
Nunca me miraba, es verdad; pero en aquel momento, entre preguntas de cumplido y deseos de mejora, yo reconocía que era mi sombra, que la sentía siempre cerca de mí, acechándome, espiándome… y pensé, con repugnancia pero sin poder evitarlo, que debería cortarle el cuello para que dejase de seguirme. Comprendí que eso es lo que estaba deseando desde hacía semanas, desde que las muñecas empezaron a aparecer: era su cabeza la que tenía que rodar para que nunca más volviese a seguirme.
Rechacé enseguida estas macabras ideas. Realmente estaba muy flojo: la debilidad me hacía pensar tantos disparates…
No recuerdo para qué bajé aquella noche a la calle. No lo sabía cuando de nuevo tomé consciencia de mí mismo.
Empecé a ver las muñecas, sus cabezas… Yo creía que eran ellas, o ella, porque sólo era una, que se iba transformando y aparecía con distintas caras. Mas poco a poco, los rasgos se fueron fijando y comprendí que no, que no era muñeca, sino de nuevo la mueca torcida por el dolor.
Era de noche, hacía frío, la lluvia arrastraba la sangre por el asfalto y la cabeza estaba separada del tronco. Era –otra vez- la mueca torcida por el dolor, los ojos desorbitados y el último suspiro. Pero no se trataba de una pelirroja; era ella, María José, la vecina.
No entendía nada, era como una pesadilla y sólo cuando lo vi pude hacer algo: gritar.
Sin embargo, no pude moverme. Lo veía correr hacia mí, sin que yo dejase de gritar. No era alto, ni rubio; era la policía, y ero yo quien tenía en las manos el arma homicida y el pijama empapado de lluvia, salpicado de sangre.
Los médicos dijeron cosas muy extrañas. Explicaron delante del juez que yo decapitaba las muñecas, creyendo que eran ella, que yo le temía porque creía que me seguía, que sufría un choque a causa de la pelirroja que vi asesinar en la niñez.
Yo no entendía nada; tenía miedo, mucho miedo.
Los médicos decían que me sentía identificado con aquel hombre que huyó ante mis ojos, que tenía una doble personalidad, por eso sufría al ver las cabezas que yo mismo me ponía en el camino. Hablaban de inconsciente, de fijaciones sexuales…
Yo no entendía nada. A veces comprendía que era un asesino, un loco que mataba sin darse cuenta, como sonámbulo, como si fuera otra persona distinta a la que yo mismo temía. Otras veces veía cabezas, muñecas mutiladas o la sangre corriendo por el asfalto, el cuello cortado, la mueca torcida de dolor, pero nunca llegué a aceptar que yo era un vampiro, no como el conde Drácula o sus secuaces, sino como aquel del que hablaban los periódicos y que había asesinado a la pelirroja.