Cuando yo era niño me llamaba Ramón y estuve enredado en un asunto de espías, por eso luego decidí cambiarme el nombre.
A ustedes esto les parecerá sorprendente. Más aún si saben que nací y pasé la infancia en un pueblo de la provincia de Albacete, lejos de grandes ciudades, de instalaciones militares estratégicas o centros de investigación importantes… Un pueblo sin historia, sin leyendas, sin barrio árabe o judío, sin más monumento que la iglesia parroquial, que decíamos que era “de cuando los moros”, como si éstos hubieran andado construyendo iglesias por las llanuras manchegas. Un pueblo anodino en el que, por no pasar nada, ni siquiera había habido ningún muerto durante la guerra civil: ningún rico ajusticiado por los milicianos, ningún republicano al que le hubieran dado el paseíllo los falangistas.
Pero antes que de mí, les tengo que hablar de Nicolás, un enano de toda la vida. No quiero decir que ya hubiera nacido con esa malformación, que sí que sería así, claro, sino que yo lo recordaba desde siempre, en el pueblo, sentado en una sillita de enea, junto a la mesa camilla que hacía las veces de mostrador en la entrada de su casa, convertida en kiosco gracias a un par de estantes de madera y unos cuantos tebeos colgados con pinzas de una cuerda. Un puñado de novelas de amor, de detectives y del oeste se apilaban en uno de los estantes, junto a una caja de plástico en la que se mezclaban chicles y caramelos, un tarro de cristal lleno de bolas de anís de todos los colores, un atado de palitos de regaliz y una lata en la que guardaba las pipas de girasol, que vendía a granel.
Y, en la otra estantería, unos cuantos juguetes: balones de goma, muñecas de plástico, construcciones de madera, coches de lata, peonzas de colores, cacharritos de cocina, simuladas máquinas de fotos, que no hacían retratos, pero disparaban un muñeco de goma cuando se les apretaba el botón y que, cada año, unos y otros, esperaban la llegada de los Reyes Magos para que les quitaran el polvo, que sobre ellos se posaba durante meses, y se los llevaran para repartirlos sobre los zapatitos de niño que encontrasen limpios y lustrosos.
Era el kiosco de Nicolás, aunque todos lo conocíamos como el “kiosco del enano”, y para los niños fuera el lugar más interesante de todo el pueblo: una gruta tan llena de
tesoros como la que Alí Babá abría con su orden de “ábrete sésamo”,y pese a que sólo fuera el portal de una casa, con las paredes enjalbegadas, las baldosas de barro rojo en el suelo y un hueco sin puerta por el que, a través de una cortina hecha con chapas de bebidas, se entraba al resto de la vivienda.
Yo di con las palabras mágicas que abrían aquella cueva: Tuve la osadía de presentarme allí una tarde, al salir de la escuela, y preguntarle si no necesitaría un dependiente para despachar los juguetes. El hombrecillo me miró directamente a los ojos y vi que los suyos eran verdes, y que tenían una chispita de luz que parecía venirle de muy adentro.
- ¿Y la escuela? -me preguntó.
- Después de la escuela, quería decir -le aclaré-. Y en vacaciones.
Sonrió.
- No sé… Pareces muy pequeño. Pero podemos hacer una cosa -me propuso-, si alguna tarde tienes tiempo, te puedes venir a quitarle el polvo a los juguetes. Pero no te voy a pagar. Vienes como amigo a echarme una mano, ¿te parece?
Me parecía. Y me parecía maravilloso saber que podría coger todos aquellos juguetes, limpiarlos, contemplarlos, hacerlos rodar…
No iba todas las tardes, pero fui algunas. Botaba las pelotas de goma. Recomponía los rompecabezas para dejarlos con un dibujo diferente cada vez. Colocaba en fila a los soldaditos de plástico, o a los indios rodeando una caravana desde la que los vaqueros se defendían disparando. Daba cuerda a los juguetes mecánicos y luego trataba de dejarlo todo bien ordenado. Otras veces me sentaba junto a Nicolás, en otra silla de enea, también con las patas recortadas, y me ponía a ver tebeos, mientras él leía libros que siempre tenía forrados con papel de periódico.
El día que vinieron los guardias, doña Carmela y yo estábamos allí.
Doña Carmela era una de las maestras de las niñas. En aquellos tiempos, cuando yo me llamaba Ramón, a la escuela íbamos separados por sexos. Pero yo la conocía a ella porque era maestra de mi hermana pequeña. Se extrañó mucho la primera vez que me vio en el kiosco, se quedó un poco cortada al verme allí y me pareció ver un gesto con el que me señalaba con la barbilla, como si estuviera preguntando la razón de mi presencia.
- No te preocupes -pareció tranquilizarla Nicolás-, sólo está jugando. No se entera.
Pensé que iban a hacer algo de lo que sí que me iba a enterar, por más niño que se pensaran que era. Pero ella sacó un libro del bolso y él cogió otro, de los que tenía forrados, pero que debería ser el mismo, porque se pusieron de acuerdo para abrirlo por una página y leer juntos. Era parecido al catecismo: Él leía una pregunta y ella la respuesta, que siempre era más larga. No hablaban de trinidades, conopeos, oblatas ni trisagios, pero tampoco entendía nada de lo que decían. Quise ver el título en el libro de ella, que estaba sin forrar, pero no fui capaz de comprenderlo; aunque luego, cuando siendo ya mayor empecé a llamarme Damián, supe que eran los “Principios del Comunismo” de Engels.
Ella venía dos tardes por semana. No todas coincidíamos, pero con el tiempo me di cuenta de que era así. Y siempre hacían lo mismo: Sólo leían. Él las preguntas y ella las respuestas. A veces hablaban luego de lo que habían leído, como si quisieran ponerse de acuerdo en algo. No sé qué pensarán ustedes, pero yo creo que eso no era nada malo, ¿verdad?
Yo estaba jugando con un carrito de madera tirado por un caballo, también de madera. Bueno, le estaba quitando el polvo, quiero decir. Era un juguete que siempre me había gustado y que cada año le pedía a los Reyes Magos, porque al final siempre acababa por romperse alguna rueda, alguna pata y, lo que más, la cola del caballo. Entraron tan de golpe y dando tantas voces que me oriné encima del susto. El juguete se cayó al suelo y la cola del caballo se rompió.
Vinieron tres coches de la Guardia Civil. Seguro que venían de Albacete. En el pueblo sólo había uno. De todos modos, el que más mandaba iba de paisano, llevaba un bigotito estrecho, como el de mi padre, y no creo que fuera guardia; pero gritaba más que el capitán de allí, que lo acompañaba, y al que yo sí que conocía, porque su hijo Eladio venía a mi clase y todos nos metíamos con él porque tenía las orejas muy grandes. Eso ahora me da vergüenza y un poco de pena. Si lo cuento es para que vean ustedes que sí que conocía al capitán y él también a mí, y se lo dijo al otro que daba las voces y hacía preguntas sin esperar que le respondieran.
- El niño puede irse. Es del pueblo. Su familia es adicta.
- ¿Y qué hace aquí?
- Es el kiosco. Todos los niños vienen aquí.
- ¿Y ella? -preguntó el del bigote, señalando a doña Carmela.
- Es maestra del pueblo. También es gente de orden.
- ¿Y qué hace aquí?
- He venido a por tebeos para las niñas, para los premios de un concurso que vamos a hacer el Día de la Victoria -Se apresuró a explicar ella, que había hecho desaparecer su libro en el interior del bolso.
- Pues no es el momento. Váyanse los dos de aquí ahora mismo. Desaparezcan.
Doña Carmela me cogió de la mano y salimos juntos. Fue entonces cuando vi que eran tres los coches de la Guardia Civil que se había puesto frente al kiosco, cortando la calle, aunque en aquella época apenas circulaban coches por el pueblo y menos a esas horas, que ya se estaba haciendo de noche y se habían encendido las bombillas que había puesto el ayuntamiento en cada esquina y que tanto nos gustaba romper con los tirachinas.
Al día siguiente todo el mundo hablaba de la noticia: El enano era un espía ruso y no se llamaba Nicolás sino Batiste, que es un nombre valenciano de rojos. En el registro de la casa, al otro lado de la cortina de chapas, le habían encontrado libros prohibidos, forrados con papel de periódico, propaganda subversiva y pruebas de sus espionajes. Nunca más volvió al pueblo. En la puerta del kiosco pusieron un cartel que decía que no se podía pasar. Con los años terminó por hundirse; aunque antes, poco a poco, la gente lo fue saqueando y no sólo desaparecieron los dulces y los juguetes, sino también los pocos muebles, las estanterías de madera, la cortina de chapas, los cordones trenzados de la luz y hasta las tejas.
De doña Carmela, la maestra, nunca dijeron nada, pero se fue del pueblo aquel mismo año y también desapareció para siempre.
Y yo fui el que tardó más años en marcharse de allí. Para cuando lo hice, ya había decidido que, aunque nunca llegara a ser espía, sí que me haría rojo, me leería los “Principios del Comunismo” de Engels, y me cambiaría el nombre, como Batiste. Por eso ahora me llamo Damián.