Con LEANDRO ARENAS, en la presentación de su libro
Esta mañana, apenas se había levantado el sol por encima de las olas del mar, cuando me ha sonado el teléfono. Estaba paseando descalzo por la playa y no podía imaginar que la llamada, desde un número desconocido para mí, fuera para comunicarme la muerte de un amigo tan entrañable como Leandro Arenas. Parece que todo el mundo se vuelve bueno cuando se muere; pero Leandro no ha necesitado morirse para serlo: ya lo era cuando lo conocí y, probablemente, siempre lo fue. Lo mencioné una vez en mi otro blog, con motivo de la presentación de un libro que le prologué (https://ramondeaguilar-hervidero.blogspot.com/.../un...), pero creo que algún día tendré que escribir una semblanza suya en la que recoja su amor por el aprendizaje, por las letras y la cultura en general, su entrega a los demás (empezando por su siempre inseparable esposa y Barrio Arroyo, la aldea que transformó con años y años de dedicación), su fidelidad como amigo y, sobre todo, su última lección, cuando con tanta serenidad me comunicó que padecía un cáncer terminal. Como viera que me quedara sin habla y no sabía qué decirle, él mismo me tranquilizó diciendo que estaba bien, que había vivido muchos años y con mucha intensidad, que aceptaba con gusto la muerte; sólo me quedó entones el desearle que fuera un final tranquilo y sin dolor… Y de nuevo me calló: “No importa si tengo que padecer ahora –me dijo–. He sido tan feliz que, por mucho que sufra, habrá merecido la pena vivir”.