Si alguno de nosotros se pregunta qué le da el arte, qué le aporta, se verá irremediablemente abocado a plantearse una nueva cuestión: Qué es el arte, qué se entiende por arte.
Por supuesto, cuando especifico que la pregunta se la hace “alguno de nosotros”, es porque doy por hecho que, ni tú, lector, ni yo que escribo, somos artistas profesionales… Si viviéramos de nuestra pintura o nuestra música, del cine, del teatro, de la fotografía o la arquitectura; ya fuera como pintores, actores, diseñadores, marchantes, productores, galeristas o cualquier otra actividad que convirtiera la obra artística en dinero, es seguro que tendríamos una respuesta clara para esta pregunta, aunque sólo fuera una primera respuesta y no nos evitase la búsqueda de otras. Pero imaginemos que sólo somos espectadores, contempladores, saboreadores del resultado final, de la obra de arte… y no todo lo que se nos presenta como tal, lo que como arte se nos vende, nos lo parece. ¿Por qué?
Quizá no sea el arte lo mismo para todos. Quizá por eso, si las buscáramos, encontraríamos cientos de definiciones, cada una con sus matices, cada una adaptada a su época o a una corriente determinada pero, posiblemente, ninguna de ellas lo suficientemente precisa como para satisfacernos, como para que toda obra que se ciñera a sus cánones establecidos, a nosotros nos lo pareciera. Y quizá sería ésta una razón más que suficiente para que nos atrevamos a plantearnos el buscar una definición que no sea aprendida y que nos pueda ser útil a cada uno de nosotros, sin necesidad de hacerla válida para el resto.
Renunciando, pues, a cualquier saber adquirido al respecto (o accesible a través de los múltiples canales que nos lo ponen al alcance de la mano), partiendo de mi propia experiencia llego a una primera conclusión: El arte produce placer. Y a este placer, para diferenciarlo de otros, lo voy a calificar de estético. Las obras de arte nos parecen bellas de alguna manera (si aceptamos que la belleza también puede suponer horror, inquietud u otras sensaciones no siempre agradables); si no hay belleza, no hay arte y, como la belleza tiene mucho de subjetivo, podemos pensar que el arte está en la mirada de quien lo contempla; una obra es artística en tanto en cuanto así lo es para quien la mira.
Seguramente la segunda conclusión a la que llego sea más controvertida: El arte implica comunicación. La obra artística transmite un mensaje. Resulta fácil establecer un paralelismo entre los elementos de la comunicación y los del hecho artístico, ver al artista como emisor, al espectador como receptor, el mensaje (que puede ser o no ser captado por el receptor), el medio o vehículo (pintura, escultura, poesía…), incluso el ruido, que iría desde la distorsión del mensaje (insensibilidad del espectador, falta de pericia del artista…), hasta la frustración del mismo, que se quedaría en mero intento fallido. ¿Habrá quien discuta la condición comunicativa de toda obra de arte? Seguramente sí, pero nosotros no podemos dejar de marcar los límites de nuestra definición para no perdernos en un mar de ambiguas posibilidades: Si alguien no quiere decir nada con su creación, ésta no es una obra de arte, y si ésta a mí no me dice nada, para mí tampoco lo es.
Se desprende de todo lo anterior que el arte es una actividad humana. No pueden hacer arte los animales y no podrán hacerlo las máquinas, que nunca dejarán de ser una herramienta, por más que algunos críticos y entendidos, ahora o en el futuro, se empeñen en encontrar valores artísticos en un lienzo “pintado” por un caballo*. Del mismo modo que no hace arte la naturaleza por más bellas que sean los microscópicos cristales de la nieve, las alas de una mariposas o un sobrecogedor paisaje (el más árido desierto o la selva más exuberante)… Miremos donde miremos, y por poca sensibilidad que tengamos, veremos la belleza y sentiremos ese placer que he calificado de estético; pero nada de eso es arte (salvo que las flores, por ejemplo, estén reunidas en un ramo que alguien ha compuesto y, probablemente, con una intención que le ha llevado a poner las margaritas delante de los gladiolos)
Partiendo de estas premisas, podemos sacar una conclusión: Cualquier actividad humana es susceptible de convertirse en arte, todo puede tener valor artístico: la elaboración de un plato de cocina, la confección de un vestido, la elaboración de un vino, la forja, el modelado… Bastaría con que quien lo hace tratase de transmitirnos algo con ello y que nosotros, además de recibir el mensaje, sintiéramos placer estético.
¿Qué respuesta daríamos entonces a la pregunta que nos hacíamos al principio? ¿Qué me da el arte? La respuesta es sencilla: El arte me da placer, me acerca a la belleza y, a la vez, aunque esté en mi mirada, me pone en contacto con otros seres humanos (saltando las barreras del espacio y aún del tiempo), que me transmiten todo tipo de emociones y sensaciones; de tal modo que (aunque no llegue a ser consciente de ello), me siento menos solo y en comunión con otros.